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Miguel Rafael Martos Sánchez nació en Linares el 5 de mayo de 1943, en plena posguerra, cuando el país aún sufría las consecuencias del conflicto y los recursos eran escasos para casi todos.

Su llegada al mundo tuvo lugar en la habitación número 13 del hospital de los Marqueses de Linares, atendido por sor Julia, la enfermera que asistió a su madre, Rafaela. Fue un parto que se desarrolló a las dos de la madrugada, aunque los detalles sobre su naturaleza —si fue complicado o tranquilo— siguen siendo un misterio. Lo que sí se sabe es que Francisco, su padre, acudió con normalidad al Registro Civil al día siguiente para inscribir al recién nacido.

El acta de nacimiento del pequeño Rafael recoge lo siguiente: «En la ciudad de Linares, provincia de Jaén, a las 16 horas del día seis de mayo de mil novecientos cuarenta y tres, ante D. Francisco Ortega Povedano, juez municipal…, se procede a inscribir el nacimiento de un varón ocurrido a las 2 del día anterior en la calle Doctor número 2, piso principal. Es hijo legítimo de Francisco Martos Bustos y de Rafaela Sánchez Martínez, naturales de Linares, de 34 y 29 años. Nieto por línea paterna de Juan y Josefa, naturales de Begíjar y Linares; domiciliados en este lugar; y por la materna de Bernardo y Esperanza, naturales de Dalías, el primero fallecido. Y así le ponen ‘los nombres’ de Rafael. Esta inscripción se realiza en el local de este juzgado en virtud de manifestación hecha por el padre».

Sin embargo, dicho documento contiene dos errores notables. El primero, que afirmaba que Rafael había nacido en su casa familiar —ubicada en la calle Doctor número 2— cuando realmente fue en el hospital. El segundo, que identificaba a su madre como natural de Linares, cuando en realidad ella era originaria de La Carolina, otro municipio cercano dentro de la misma provincia.

Rafaela tenía la intención de llamar a su hijo Miguel, pero Francisco ignoró ese deseo y lo registró como Rafael. Según el propio cantante ha contado en múltiples ocasiones, lo hizo con un toque humorístico para «fastidiar» a su esposa, pues el nombre de Rafaela no era precisamente del agrado del padre. Poco después, durante el bautizo del pequeño, doña Rafaela intentó introducir nuevamente el nombre de Miguel junto al registrado inicialmente. Aunque el artista afirma que lo logró por fin en aquel acto religioso, lo cierto es que en el acta oficial solo figura Rafael.

A pesar de todo, y quizá como un guiño al esfuerzo de su madre por preservar el nombre Miguel en su vida, el cantante ha adoptado ocasionalmente la firma Miguel Rafael Martos Sánchez para referirse a sí mismo.

Francisco y Rafaela habían tenido una hija antes del nacimiento de Rafael, pero desgraciadamente esta falleció poco después de nacer. Posteriormente llegaron al mundo Francisco y Juan, seguidos finalmente por Rafael, el tercer hijo. Años después, la familia creció con la llegada del menor, José Manuel.

Francisco Martos Bustos, padre del futuro artista, trabajaba como ferrallista y ocasionalmente como fontanero para el Ayuntamiento de Linares. Según el diccionario, un ferrallista es «el operario encargado de doblar y colocar las varillas o redondos de hierro formando el esqueleto para obras de hormigón armado». En otras palabras, era un trabajador especializado dentro del gremio de la construcción.

No mucho tiempo después del nacimiento del pequeño Falín —como cariñosamente llamaban a Rafael durante su niñez—, don Francisco recibió una interesante oferta laboral de Luis Casanova, un antiguo conocido suyo que había trabajado como arquitecto del Ayuntamiento de Linares. Casanova se encontraba residiendo en Madrid y sugirió al padre del futuro artista que se trasladara allí con la promesa de un futuro más prometedor: más oportunidades laborales y una mayor estabilidad económica para su familia.

Linares, en aquellos años, era una ciudad próspera, especialmente si se comparaba con la sombría realidad del resto del país. Con aproximadamente cincuenta mil habitantes a mediados de la década de los cuarenta, se destacaba por su dinámica actividad comercial y niveles aceptables de empleo, impulsados principalmente por las minas. Estas habían atraído inversores tanto nacionales como extranjeros desde hacía casi un siglo, particularmente de Gran Bretaña y Alemania. A pesar de ello, Francisco tuvo la impresión de que el futuro de su familia podría encontrarse en otro lugar. Fue así como aceptó una oferta laboral que cambiaría el rumbo de sus vidas.

Un nuevo comienzo lejos de Linares

Madrid, siendo la capital, representaba para muchas familias una oportunidad de progreso. Movidos por razones económicas, como gran parte de la población en esos tiempos, y empujados también por un instinto casi primitivo de supervivencia, los Martos hicieron las maletas y se dirigieron a la estación de tren de Linares para emprender una nueva vida.

Durante los años de la posguerra, los desplazamientos internos dentro de España eran constantes y numerosos. Andalucía fue una de las regiones que más trabajadores vio partir hacia ciudades más grandes en busca de una mejor calidad de vida, ciudades como Madrid o Barcelona.

Existen diferentes versiones respecto al año en que los Martos dejaron Linares. Mientras algunas biografías apuntan a 1948, cuando Rafael tenía cinco años, la realidad es que la familia se mudó a la capital apenas nueve meses después del nacimiento de Falín. Así pues, el artista no guarda recuerdos de su primera infancia en Linares.

Es fácil imaginar el cúmulo de emociones que los Martos experimentaron al llegar a la estación de Atocha en Madrid. Francisco y Rafaela, con Rafael en brazos; Paco, de nueve años; y Juan, de cinco años, enfrentaban el desafío de abrirse paso en una ciudad imponente y desconocida. Era febrero de 1944.

Sin embargo, tenían una ventaja respecto a otras familias en situaciones similares: contaban con un lugar donde vivir. La vivienda era amplia, con cuatro balcones hacia la calle —un pequeño lujo para su posición— y pertenecía a una tía soltera del padre de Rafael. Generosamente, ella les ofreció compartir su hogar, donde permanecieron todos juntos hasta su fallecimiento unos años más tarde.

Rafael guarda claros recuerdos del piso. Destaca por ser luminoso y espacioso, con un largo pasillo y cuatro habitaciones distribuidas estratégicamente: la de su tía se encontraba a mano derecha al entrar, como si vigilase las idas y venidas de sus huéspedes; después venía la cocina; al fondo del pasillo estaba el dormitorio de sus padres; y girando hacia la derecha, se hallaban dos dormitorios más.

La vivienda se situaba en el barrio de Alvarado, cerca de Cuatro Caminos, prácticamente en las afueras, rodeado aún por espacios rurales. En esa época —aunque sea obvio mencionarlo— el barrio era muy distinto a como es ahora. Madrid entero había cambiado mucho desde entonces. La guerra civil había concluido solo cinco años atrás, dejando una realidad llena de dificultades económicas para gran parte de la población. La vida cotidiana estaba marcada por cartillas de racionamiento, largas filas para obtener alimentos básicos, empleos mal remunerados y hambre. A pesar de todo ello, la mayoría trataba de salir adelante con esfuerzo y dignidad.

Aunque Rafael describe su barrio como «una zona que no estaba nada mal», Madrid parecía estéticamente más un pueblo grande que una vibrante metrópoli. Algunas avenidas principales estaban asfaltadas, pero muchas calles aún conservaban empedrados y otras eran sencillamente caminos de tierra al alejarse un poco del centro.

Madrid era una ciudad llena de contrastes. Por un lado destacaba por su modernidad —contaba con metro desde 1919, por ejemplo—; pero por otro lado convivía con vestigios del pasado como carros tirados por mulas —el chatarrero o el afilador— cruzando calles junto a tranvías y automóviles. Anacronismo y presente coexistían singularmente.

Las fotografías de aquella época reflejan con claridad el atraso que España, y especialmente Madrid, tenía en comparación con otras capitales europeas como París o Londres. Precisamente, esta disparidad hacía aún más impresionante el éxito que Rafael (ya conocido como Raphael) alcanzaría quince años más tarde en Europa y en el mundo. Por aquellos tiempos, triunfar fuera del país era muchísimo más complicado para un cantante español que para artistas de otras naciones, una barrera que empezó a diluirse entrada la década de los setenta.

El pequeño líder

Los primeros años en la capital fueron especialmente difíciles para Francisco y Rafaela. Él contaba con un empleo que le aseguraba un salario fijo, aunque modesto, mientras que ella complementaba los ingresos familiares trabajando como asistenta y limpiadora en casas y edificios de los barrios más acomodados. La tía de Francisco, propietaria del piso donde vivían, les ayudaba cuidando de los niños mientras sus padres trabajaban, y los pequeños, a su vez, también atendían a la anciana. Así, como muchas otras familias que luchaban por salir adelante, iban sobreviviendo día a día.

La memoria del cantante se remonta a su infancia, a los años en que tenía unos cuatro. Rafael se recuerda como un niño esencialmente feliz, despreocupado y ajeno a las dificultades que rodeaban su hogar. En medio de la austeridad y las privaciones, su mundo giraba en torno a los juegos callejeros con amigos. Eso sí: siempre liderando.

Desde temprano, Rafael mostró una marcada inclinación a ocupar el papel de líder en todas las actividades que emprendía. Su pandilla, conformada frecuentemente por niños mayores que él, seguía sus instrucciones sin cuestionar. Además de las habituales disputas a pedradas con grupos rivales, Rafael empezaba a destacar como protagonista nato. Tenía un encanto especial que le convertía en el centro de atención, algo completamente natural y espontáneo.

En aquellos años, Rafael pasaba más tiempo con sus amigos o compañeros de clase que con sus hermanos. Aunque compartió habitación con alguno de ellos en diferentes momentos, las diferencias de edad dificultaban tener intereses comunes o participar juntos en juegos.

Gracias a la influencia de su hermano Juan, Rafael ingresó en la escolanía de la iglesia de San Antonio, ubicada frente a su casa. Igual que había liderado su grupo de amigos en la calle, dentro del coro no tardó en convertirse en solista gracias a su extraordinaria voz.

A Rafael le encantaba cantar. Pero no se limitaba al coro de la iglesia; como muchos niños de aquella época, imitaba las melodías que escuchaba en casa. Tenía una relación muy especial con su madre, a quien observaba tarareando coplas mientras trabajaba y cuidaba de ellos. En esos momentos familiares, Rafaela Sánchez animaba el ambiente cantando temas populares de artistas como Concha Piquer, Juanita Reina y Miguel de Molina. Mientras ella cocinaba o ponía orden en el hogar, los demás escuchaban sus canciones alrededor de la mesa.

Siguiendo ese ejemplo doméstico, Rafael trasladaba su afición al ámbito callejero. Reunía a sus amigos, los acomodaba y les dedicaba canciones improvisadas. Los aplausos no tardaban en llegar para el pequeño «líder de la manada». Aquellos niños, que componían su primera pandilla, se convirtieron sin saberlo en el primer público del artista en formación. Rafael era un niño vivaz, extrovertido y algo travieso. Su mundo empezaba a orbitar suavemente hacia el espectáculo, aunque él no fuese consciente de ello.

Mientras otros niños se entusiasmaban jugando al fútbol, tirando piedras a latas o con las canicas, Rafael prefería inventar historias y cantar para mantener la atención de los demás. Su mayor satisfacción llegaba al final: los aplausos.

Ese niño, quien aún no tenía una intención clara ni consciente de dedicarse al mundo artístico, se distinguía por algo especial. No era necesariamente mejor que sus compañeros ni que aquellos chavales que lo rodeaban y lo escuchaban embelesados; simplemente poseía un don innato: su voz. Aunque todavía estaba por desarrollarse plenamente y requeriría trabajo y perfeccionamiento, ya podía apreciarse su extraordinaria talento desde sus primeros años.

Esa voz, como un diamante aún sin pulir, habitaba en la garganta de aquel niño que corría y reía junto a sus amigos en la calle Bravo Murillo. Un niño que, entre juegos y travesuras, entre coplas aprendidas de su madre, comenzaba a montar sus primeros espectáculos para quienes se cruzaban en su camino. Ya con algo más de edad, alrededor de siete años, atravesaba la inmensidad de la ciudad con un destino claro: llevarle la comida a su padre mientras trabajaba en alguna obra. Los domingos, en cambio, eran días diferentes; días de paseo con sus padres, ya fuera a pie o en tranvía, rumbo al parque de la Dehesa de la Villa, un espacio ubicado a poco más de dos kilómetros de su hogar. Era el lugar perfecto para dejarse abrazar por el sol, recostarse sobre el césped y compartir una tortilla de patatas en compañía de los suyos.

O quizá, simplemente, para soñar con lo que vendría.