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En 1967, en pleno auge de su carrera internacional y tras haber ganado considerable reconocimiento en Europa gracias a su primer paso por Eurovisión, Raphael centró gran parte de sus esfuerzos en conquistar al público francés. Con múltiples viajes y apariciones públicas en el extranjero, ese año marcó el verdadero inicio de una carrera que lo catapultaría más allá de las fronteras españolas.

Aunque su trayectoria ya brillaba en varios países, aquel periodo fue especialmente prometedor en el mercado francófono, considerado uno de los más difíciles de ganar. Precisamente por esa dificultad, también era de los que más llamaban la atención del artista. Raphael siempre se sintió atraído por los grandes desafíos, aquellos que, además de estimular su creatividad, definían el rumbo de su vida y carrera profesional.

Desde los comienzos, la perseverancia fue uno de sus rasgos más característicos. Nunca se dejó vencer por la tentación de acomodarse o seguir el camino más sencillo, aunque ello le hubiera permitido obtener resultados más inmediatos. Por el contrario, apostó por perseguir metas ambiciosas que se alineaban con su visión artística. Este rechazo a adaptarse a las tendencias del momento ya había quedado patente en los primeros años de los 60, cuando decidió no modificar un estilo propio que desafiaba las convenciones de la época. Raphael se negó a renunciar a su forma personalísima de interpretar, escenificar canciones y entender el espectáculo, defendiendo con firmeza una identidad única que, si bien al principio le dificultó abrirse paso en el competitivo mundo musical, con el tiempo sería ampliamente celebrada y destacada.

Para 1967, Raphael había dejado atrás esos primeros retos y se posicionaba como un auténtico gigante no solo en España, sino también en gran parte de Europa y América. Sus canciones resonaban entre millones de oyentes, y ya había protagonizado sus dos primeras películas. Sin embargo, la conquista del público francés, por su particular complejidad, se convirtió en una meta especialmente emocionante para él.

La conquista de Francia

Se convirtió en uno de los episodios más memorables en la carrera de Raphael, quien logró consolidarse como una estrella internacional gracias a su talento y determinación. Aunque un año antes había ocupado el séptimo puesto en el Festival de Eurovisión con la canción Yo soy aquel, muchos críticos europeos, especialmente los franceses, consideraron que el resultado había sido injusto, afirmando que merecía haber ganado o, al menos, haber obtenido una posición más destacada en la votación final.

Este reconocimiento crítico abrió importantes puertas para el artista. Como muestra de ello, Raphael fue invitado estelar al prestigioso programa de televisión francés Panorama de la chanson (Panorama de la canción), logrando un hito al convertirse en el primer artista extranjero que protagonizó íntegramente la segunda parte del espacio. Interpretó cinco canciones frente a una audiencia de unos 15 millones de personas, quienes ya lo habían visto anteriormente durante el Festival de Eurovisión, un evento mediático de gran relevancia en Europa. Aquella aparición marcó un momento trascendental en su trayectoria artística.

Por otro lado, Raphael había firmado un contrato de exclusividad con EMI, una discográfica con amplia proyección internacional y fuerte presencia en Francia, así como en otros países francófonos. Bajo los sellos La voix de son maître (La voz de su amo) y Pathé-Marconi, grabó la banda sonora de la película Digan lo que digan. Este álbum, que ya había sido lanzado con notable éxito en España, también se editó en Francia, donde se realizó un cambio significativo: la canción Al margen de la vida fue sustituida por una versión en francés titulada Sérénade pour Paris.

Durante sus estancias en París para grabar estos y otros temas, Raphael aprovechó la oportunidad para fortalecer su imagen profesional y establecer contactos clave. Una figura decisiva en estas interacciones fue Règine, dueña de uno de los pubs más exclusivos de la ciudad y conocida como una de las mejores relaciones públicas de París. Gracias a ella, Raphael tuvo la oportunidad de conocer a personalidades destacadas, entre ellas Françoise Sagan, autora del célebre libro Buenos días, tristeza.

Mientras Raphael compaginaba estos actos sociales y enfrentaba tensiones contractuales con su antigua discográfica Hispavox (que eventualmente ganó un pleito que cortó su vínculo con EMI), su carrera avanzaba con velocidad e impacto. Su figura generaba un creciente debate mediático, apareciendo con frecuencia entre los titulares de los periódicos. 1967 fue un año particularmente exitoso en el mercado francés. Destaca el momento en que recibió el prestigioso Trophée National durante el Midem celebrado en el Palacio de Congresos de Cannes, un evento simbólico dentro de la industria discográfica internacional. En esta gala también fueron premiados artistas reconocidos como Roberto Carlos, Salvatore Adamo y Udo Jürgens.

Raphael estuvo acompañado por Michel Bonnet, presidente de La voix de son maître, quien no solo actuaba como uno de sus principales promotores, sino también como un gran amigo. Junto a ellos se encontraba Francisco Bermúdez, el representante del cantante y figura clave en su ascenso al éxito internacional. Bermúdez era considerado el promotor musical español más relevante del momento y había gestionado las carreras de estrellas como Tom Jones y Gigliola Cinquetti. Además, fue responsable de traer a Los Beatles dos años antes a España. Su alianza profesional con Eddie Marouani, un empresario francés especializado en espectáculos internacionales, llevó a Raphael a realizar giras por Alemania, Francia y otros países europeos. Esta sólida estrategia posicionó al artista entre las mejores oportunidades disponibles.

Si bien eventos como las ovaciones críticas, las galas internacionales, las grabaciones en francés y el premio recibido en Cannes marcaron hitos importantes en su carrera, Raphael tenía un objetivo mucho más ambicioso. Este sueño nació durante sus caminatas por las calles de París años atrás, cuando miraba, sin dinero en los bolsillos, las luces de neón que anunciaban «Le récital d’Édith Piaf» frente a un mítico teatro. Desde entonces soñó con ver su nombre iluminado como el protagonista indiscutible del espectáculo europeo. Era un sueño profundo que trascendía reconocimientos y que finalmente estaba más cerca de convertirse en realidad.

El gran recital

En concierto. En París. En el Olympia. Un teatro que ya había acogido a figuras legendarias cuyos nombres se escriben con letras mayúsculas en el mundo de la música: Gilbert Bécaud, Charles Aznavour, Maurice Chevalier, Josephine Baker, los Beatles, Frank Sinatra, Jacques Brel, Sammy Davis Jr., Ray Charles, Louis Armstrong, los Rolling Stones… Todos contratados por Bruno Coquatrix, el célebre propietario del Olympia. Este hombre, grande en todos los sentidos, se ganó a pulso que su nombre quedara grabado con letras doradas en la historia del espectáculo. Tras adquirir el teatro y encargarse de su programación, logró convertir a esta histórica sala en una de las más importantes del mundo.

No existía artista, sin importar su origen o renombre, que no soñara con cantar en el Olympia de París.

Y fue así como, con Bruno Coquatrix como gran aliado, Francisco Bermúdez y Eddie Marouani estaban a punto de hacer realidad el sueño más preciado de Raphael: ofrecer un recital en el Olympia.

3 de octubre de 1967. Boulevard de Capucines. Entradas agotadas. Los Campos Elíseos y todo París adornados con carteles de Raphael. Un primer plano del cantante, mirando fijamente a la cámara y luciendo un sombrero blanco, cubría cada esquina de la capital.

El artista pasó todo el día ensayando sobre el escenario. Primero con Los Gemelos, llegados desde España con sus guitarras para acompañarlo en varios temas; luego con el cuarteto base, y finalmente con toda la orquesta completa dirigida por Manuel Alejandro.

La prensa francesa y especialmente la española estaban expectantes. Aquel no solo era un día memorable para Raphael, sino también para la música española en general. En años donde los artistas nacionales que lograban traspasar fronteras se podían contar con los dedos de una mano, el hecho de que un cantante melódico se presentara en el escenario más prestigioso de Francia era verdaderamente extraordinario.

El programa entregado al público incluía una carta manuscrita de Raphael que decía lo siguiente:

“Buenas noches.
En primer lugar, quisiera decirles que en los países de habla española no ha sido costumbre que un artista se presente al público. Pero, como en Francia sí lo es, pensé que no debía comprometer a ninguna personalidad local que apenas me conoce, ya que es mi primera actuación aquí. Prefiero que sean ustedes quienes me juzguen.
Me llamo Raphael, tengo 22 años y una inmensa ilusión por conquistar al público francés. ¡Ah! Olvidaba decir que soy cantante.”

El programa anunciaba además lo que quedaba de la temporada 1967: Dalida, Nana Mouskouri y Gilbert Bécaud… junto con un adelanto de 1968 que incluiría a Charles Aznavour, Jimi Hendrix, Stevie Wonder y Johnny Hallyday.

El repertorio de Raphael estaba compuesto por 36 canciones divididas en tres bloques: En el primero: Un largo camino, No tiene importancia, No vuelvas, Mi gran noche, Ma vie, Nocturne, Brillaba, El toreador, Tú volverás y Yo soy aquel.

En el segundo: Estuve enamorado, Te quiero mucho, Pour croire à notre amour, Hoy mejor que mañana, Que nadie sepa mi sufrir, Mon cadeau, Amo, La canción del trabajo, Tema de amor, Digan lo que digan, La noche y Hablemos del amor.

En el tercero: Llorona, Acuarela del río, Sombras, La flor de la canela, Sérénade pour Paris, La canción del tamborilero, Desde aquel día, Cierro mis ojos, Cuando tú no estás y un popurrí final con varios éxitos.

Y llegó el momento esperado. El gran instante. El resultado de interminables gestiones y sobre todo de una inmensa ilusión.

Una noche para la historia

Raphael salió al escenario con una reverencia profunda, pisando las mismas tablas que en alguna ocasión habían crujido suavemente bajo el paso delicado de Édith Piaf. Esa primera caminata desde los bastidores hasta el micrófono en el centro del escenario no solo era un trayecto físico, corto o tal vez eterno según lo sintiera en ese momento; también representaba una puerta hacia la internacionalización de su ya imparable carrera. Pero no cualquier puerta, sino una de gran trascendencia.

Era, al mismo tiempo, una puerta llena de riesgos que amplificaría todo lo que ocurriera esa noche frente a la audiencia abarrotada en la sala, para bien o para mal. Un fracaso podría costarle muy caro, pero un éxito lo consolidaría como uno de los grandes artistas de su generación.

Es difícil imaginar la cantidad de pensamientos que debieron recorrer la mente de Raphael antes de llegar a ese mágico instante en el que pisó por primera vez aquel escenario. Pero no era cualquier escenario: se trataba del mítico Olympia de París. Frente a un público deseoso de ver a esa «promesa consolidada» (sí, aunque suene contradictorio) que osaba enfrentarse al venerado templo de la música. Las dudas se disiparon pronto. El concierto fue simplemente apoteósico.

El eco del triunfo resonó rápidamente en la prensa, que celebró lo que por entonces se consideró un hito sin precedentes y de enorme relevancia. Los titulares no dejaron espacio a dudas: «Raphael ganó un difícil ‘partido’ internacional», «París, en el bolsillo», «Triunfo de Raphael en el Olympia», «Éxito de Raphael en París», «Raphael conquista París», «El niño puso una pica en el Flandes del Olympia», «Raphael armó el taco en París».

¿Quién habría imaginado, tan solo unos años atrás, que aquel niño nacido en Linares y trasladado a Madrid siendo apenas un bebé, aquel solista de la Escolanía de San Antonio que se colaba en los teatros y quedaba fascinado por lo que ocurría sobre el escenario, aquel joven que decidió convertirse en artista, llegaría tan lejos? La misma pregunta podría haberse formulado años antes, al verlo triunfar con La canción del pequeño tamborilero, durante su primer concierto en solitario en el Teatro de la Zarzuela, o con el estreno de Cuando tú no estás. Pero aquella noche del 3 de octubre de 1967 en París hacía la cuestión más relevante que nunca.

Y sería una pregunta que volvería a surgir en innumerables ocasiones posteriores, con cada nuevo logro que añadía un peldaño más a una escalera que parecía no tener límites.